La muerte de Claudia Sánchez fue para todos los que la conocimos, una noticia injusta y a la vez demoledora. Me enteré en horas de la tarde cuando ya todos mis amigos cercanos lo sabían. Quedé absorto y sin reacción, y cuando leí lo que había escrito su mamá Alcira, me fue imposible evitar las lágrimas. Recordé el libro que escribí tras el fallecimiento del profesor Oscar Orellana, y que se publicó en noviembre de 2005. En un párrafo me atreví a describir lo que suponía que una madre experimentaba al perder un hijo o hija, y no me equivoqué.
La vida enseña más cuando la fragilidad nos marca de improviso la pequeñez de la existencia. Toda nuestra esencia vive en el alma y se manifiesta en el cuerpo.
Quizás no importe tanto la cantidad del tiempo vivido sino más bien la calidad de todo lo que podemos hacer con nuestras vidas, sobre todo si se ha entregado tanto. Claudia se quedará entre nosotros como alguien que nos transmitió las ganas de seguir luchando por los valores esenciales de la vida: el amor, la dignidad, la simpleza y el respeto al otro. Ese es el sentido más valioso del paso de alguien por el mundo. No cabe en el orgullo de ningún ser humano más bendición que la de haber servido, de haber sido útil, de haber construido y de haber logrado en los años vividos, el reconocimiento sincero de aquellos por los que nos desvelamos, los seres que amamos y que de alguna forma, intentamos generarle felicidad.
Lo que hizo Claudia a lo largo de su existencia fue justamente darle un sentido fundamental a su presencia. Honró la vida como hija, como amiga, como madre y como docente.
De eso se trata, pasar por este mundo otorgándole una razón y un sentido a cada cosa que realizamos. Vivir tiene sentido si entendemos (como lo hizo Claudia) que honrar la vida es el único objetivo digno de nuestro paso físico por el mundo.
MAMÁ Y UNA HERIDA IRREPARABLE
Su mamá decía: “Eras mi vida, eras mi vida, eras la persona más buena y cualquiera hubiese querido tener una hija tan maravillosa en todo sentido. Sin maldad, sin egoísmo y pura de corazón. Eras mi todo, para mí, para tus hermanos, tus hijos, tus nietos y tu padre. Nos dejaste vacíos mi ángel. Querida, Qepd te amo y te amaré eternamente”, concluyó.
¿Será tanta pena deambulando en los rincones? ¿Será tan eterna la lágrima impiadosa que reparte su angustia por el aire caliente de esta tierra?
Fueron días eternos y confusos. Después sucedió lo increíblemente trágico, y luego la nada. El reloj se paró a la par de su corazón como un letargo, como una criatura congelada por el frío golpe de la muerte presente la extinción de aquello que ella más ha amado. Todo quedó mudo por la triste y angustiosa pérdida. Oscuridad y vacío larga noche fría.
Después la misma vida con lentitud (como expulsándole por su boca), le devuelve el aliento y el oxígeno. Es ahí cuando la anestesia transitoria se escapa de a poquito, se contrae el pecho de pena y Alcira no encuentra un solo instante de regocijo claro.
Pero aunque el dolor hizo metástasis en su interior, empezará a respirar despacio con la sensación de ser un bebé recién nacido. Las amputaciones profundas no se borran, pero ella aprenderá a respirar mordiendo el llanto y la impotencia. Porque no existe una definición para este quebranto. Porque hay huérfanos, viudos y viudas pero no existe un término que defina a quien pierde a sus hijos. Nadie sabe que su pequeña aún corretea por su sangre. Nadie imagina sus noches vacías por una mutilación tan definida. Es que le cortaron una parte que no volverá a crecer. Pero como vive el manco o el lisiado el cuadripléjico o el cojo, aquel que le falta la vista o el oído, así vivirá Alcira por la dignidad que tiene, y por todo lo vivo que aún queda dentro de sí.