Brown no tenía porque jugar ese mundial, era suplente de Passarella. Sin embargo, tres horas antes del debut, Bilardo se le acercó y le dijo: “Jugás vos, eh, porque Pasarella cayó enfermo”. Brown jugaría entonces los 7 partidos de esa Copa, fue el líbero titular y figura. Y pensar que había sido uno de los últimos de la lista junto a Oscar Garré. Y pensar que Brown había querido dejar el fútbol. Tenía problemas en sus rodillas, por eso no rindió en Boca. Ni siquiera lo querían en Deportivo Español. Le gritaban rengo, los hijos de p… de las hinchadas. Y tenían razón.
Si frenaba en cada estación de servicio a comprar rolitos para desinflar la hinchazón. Pero Dios o el destino tenían una prueba más para él. Argentina llegaría al 2 a 0 gracias a una diagonal cartesiana de Valdano. Pero Alemania, siempre dura y fría, reaccionó. Y empató 2 a 2. Beckenbauer trazó una estrategia militar: mandó a la cancha a un hombre con una única misión: chocar a Brown, el muro del fondo argentino. Un alemán lastimó al Tata. El doctor Raúl Medero entró a auxiliarlo. Brown tenía el hombro dislocado. “No se le ocurra doctor, eh”. El dolor no era nada al lado de la gloria por la cual estaba peleando. Él y sus compañeros. Entonces, Brown mordió su remera y arrancó un pedazo de tela. Hizo un agujero para poner su pulgar. Se inventó un cabestrillo, para seguir jugando, porque si el espíritu está entero cualquier herida es superficial.
Si los pibes de Malvinas se habían jugado la vida en una guerra, un hombro roto no lo iba a frenar una mierd... No hay arma, no hay estrategia capaz de sacar de la cancha a un hombre que se aguantó hambre, frío, traiciones y miedos. Brown era un perro de presa, con hambre de gloria y de la otra, de esa que hace doler la panza, con una infancia durísima en su pueblo, Ranchos. De chiquito, fue a una escuela hogar de 7 de la mañana a seis de la tarde, porque allí al menos comía tres veces al día. De chiquito, durmió en la cocina junto a sus dos hermanos. Su padre había comprado una cortina porque no tenía ni para los ladrillos de la pared divisoria.. De joven ya Brown, superó lesiones y cosas de todo tipo.
Por ejemplo, en Atlético Nacional, antes del Mundial, tuvo que negociar sus premios con un dirigente y dos narcos del Cartel de Medellín que lo miraban feo. “Si zafó de esta, ya está”, pensó. Y zafó nomás. Cómo rindió en el fondo, Pablo Escobar le regaló una orden de compra de mil dólares en oro. Meses después, Bilardo lo puso en la lista definitiva. Era un jugador libre, se había ido de Colombia. Y para la prensa, estaba en México 86 por ser amigo del narigón. Pero el DT confiaba a muerte en “bron”, así lo llamaba el doctor, desde la época de Estudiantes. Por eso, cuando Burruchaga puso el 3 a 2, todo lo hecho por Brown cobró sentido mundial.
Se murió el 12 de agosto del 2019, a los 61 años, por culpa del alzheimer, una enfermedad que le fue arrancando los recuerdos. Pero de Brown, señores, nunca nadie se va olvidar. En la fecha posterior a su muerte, todos los equipos del fútbol argentino salieron a las canchas vistiendo una camiseta número 5, con un agujero en el pecho. En ese preciso instante todos los argentinos sentimos ese mismo agujero. Brown nos pegó en el corazón.
por Adrián Michelena