Amor, dolor y muerte

- EDITORIAL

Amor, dolor y muerte
Amor, dolor y muerte

Hace algunos años leí un artículo de Priscila Gómez, una joven estudiante de Periodismo de la Universidad San Judas Tadeo (Costa Rica). Aquel texto, además de detonar gran empatía, avivó en mí la inquietud de escribir.

De pequeño tuve muchas dudas sobre la muerte. Tanto así que pensaba que dentro de los muertos en la calle colocaban cuerpos sin vida. Durante la adolescencia tampoco la comprendí muchos menos cuando un día camino al colegio, un profe se desmayó y horas después nos avisaron que había muerto. La adultez solo trajo más preguntas.

Un día leí un poema del argentino Fabián Casas, y me respondió algo. Casas escribió: "Pero así también podría ser la muerte: un pasillo oscuro, una puerta cerrada con la llave adentro, la basura en la mano".

Luego leí otras cosas, como que el muerto una vez enterrado se comienza a pudrir. Lo rellenan con algodón porque, en algunos casos, dentro queda nada. Luego, el estómago desaparece y se instalan nuevos organismos. Al muerto le ponen rubor porque pocos mueren escandalizados.

Si el muerto es afortunado y lo pulverizan, regresa adonde todo comenzó. Entendemos al muerto, pero no a la muerte.

Morir (como gesto) podría ser lo mismo que despedir en un aeropuerto a alguien que promete nunca más regresar, cambiar de casa, quemar fotografías. Matamos (de forma metafórica) a la novia que nos hizo mucho daño, a la madre que nunca nos comprendió, a múltiples domingos tortuosos. Matar no es necesariamente malo.

El problema (o la realidad, como guste verse) es que hay tipos de muertes. Están las que pasan por televisión al mediodía, o las que protagonizan series de crimen, o las que sostienen la producción de un documental, o las que contienen todo el dolor de una generación.

Luego está esa. La que no muchos acostumbran a contemplar, ni siquiera cuando les dijeron en el supuesto día más feliz de sus vidas que era hasta que la muerte los separe. "Hasta que la muerte nos separe". Esa muerte, (esa) no es como cualquiera.

La poeta estadounidense Adrienne Rich escribió que "una relación humana honorable (una en la que las dos personas tienen el derecho de usar la palabra 'amor') es un proceso delicado y violento, a menudo aterrador para los involucrados. Es un proceso para refinar las verdades que le podemos contar al otro".

Por otra parte, nos enamoramos (como lo explica la escritora búlgara María Popova) no solo del exterior de una persona, sino también de la fantasía de como esa persona puede llenar el vacío que llevamos por dentro. Por eso, cuando el vacío se llena y luego de repente, de la nada, sin ninguna señal de emergencia que alerte, regresa a su estado natural, duele.

No es más fácil asumir la muerte y la ausencia del ser querido desde la fe. Quizá sólo es distinto y de nada sirve evadirse de la realidad. Mirada cara a cara, la realidad de la ausencia es insoportable. Y no hay peor ausencia que la presencia ausente.

Desde la libertad, nadie, ni la sociedad, ni el estado, deberían imponer a ningún hombre la obligación de vivir. Desde la dignidad humana, hay vidas que carecen de ella y no por decisión de quien las sufre. Desde la fe: ¿no se peca de soberbia cuando se insiste en querer burlar la muerte prolongando artificialmente la vida? ¿No se peca de crueldad al prolongar el sufrimiento de un enfermo cuando no hay posibilidad razonable de curación? ¿Es justo dejarlo todo al albur de un milagro? Dios no necesita montar circos para satisfacer a los pobres de fe.

Cada muerte de alguien que amamos es también nuestra propia muerte. Morimos con quien amamos y resucitamos como sobrevivientes. Sin embargo, y a pesar de saber que curar las heridas no solo es posible sino que es el camino hacia una existencia más plena, nunca dejé de preguntarme ¿Por qué amamos tanto si después parece que todo se esfumara con la muerte? Sinceramente, todavía no encontré la respuesta que llene ese vacío, pero si al menos algo que a mi manera de sentir resultó reconfortante. A esa síntesis la encuentro en la letra escrita por don Hamlet Lima Quintana en ‘Zamba para no Morir’ que en este final comparto con ustedes:

“Romperá la tarde mi voz

hasta el eco de ayer.

Voy quedándome solo al final

muerto de sed, harto de andar

pero sigo creciendo en el sol, vivo.

Era el tiempo viejo, la flor,

la madera frutal,

luego el hacha se puso a golpear,

verse caer, sólo rodar

pero el árbol reverdecerá, nuevo.

Al quemarse en el cielo la luz del día, me voy

con el cuero asombrado me iré

ronco al gritar que volveré

repartido en el aire a cantar, siempre.

Mi razón no pide piedad

se dispone a partir.

No me asusta la muerte ritual

sólo dormir, verme borrar

una historia me recordará, vivo.

Veo el campo, el fruto, la miel

y estas ganas de amar.

No me puede el olvido vencer

hoy como ayer, siempre llegar

en el hijo se puede volver, nuevo”.

Este artículo está optimizado para dispositivos móviles.
Leer Versión Completa